Candyman
Lo más aterrador de la vuelta de Candyman es lo necesario que sigue siendo a día de hoy su discurso. Y como, además, este tiene que seguir siendo justificado para no ser tildado de victimista y oportunista.
Algo más de un año tarde debido a la pandemia regresa el que fue y sigue siendo uno de los más reconocidos símbolos del black horror. El hombre del saco más cargado de discurso y simbología.
Allá por 1992 Bernard Rose adaptaba el relato “Lo Prohibido” de Clive Barker dando como resultado un magistral punto de inflexión en el terror de final de siglo. “Candyman: el Dominio de la Mente” cargaba con una mirada incisiva y una capacidad de exposición sin igual.
Casi treinta años más tarde la leyenda vuelve al barrio en una secuela directa que ignora las dos que ya tuvo la saga en su momento (“Candyman 2” (1995) de Bill Condon y “Candyman 3: el Dia de los Muertos” (1999) de Turi Meyer) y que derivaban más hacia terrenos que omitían las intenciones reales del producto original. Este nuevo acercamiento al mito, que cuenta con la visión de Jordan Peele, uno de los más grandes precursores del fantástico como expresión del conflicto racial, narra la historia del artista visual Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II) y su novia Brianna Cartwright (Teyonah Parris), acechados por la leyenda que acaban de descubrir. Los vecinos del antiguo barrio residencial de Cabiri Green, derruido a día de hoy dejando tras de si una zona poblada por la marginalidad todavía más absoluta, han vivido siempre aterrorizados por la leyenda de un asesino que aparece cuando se le invoca diciendo su nombre cinco veces frente a un espejo. Pronto Anthony descubrirá que las leyendas del pasado contienen siempre algo mucho más complejo de lo que la superficie deja ver.
Estamos ante un proyecto repleto de nombres propios. Pero si hay uno que es un punto y aparte es el de su directora Nia DaCosta (“Little Woods”, 2016). Su nombre es relativamente desconocido, pese a que salió a la palestra cuando se la anunció como la futura directora de “The Marvels”. Y es que no es de extrañar que el gran estudio se interese por ella, pues en esta nueva entrega de la saga su buen hacer es casi un personaje más dentro de la película.
DaCosta hace uso de mil y un recursos fílmicos que trata con cirujana minuciosidad y nunca quedan en el mero efectismo. Pues su propio lenguaje visual queda interpuesto como normativa a la hora de contar una historia tan convencida como convincente con sus ideas. Estamos hablando desde el uso de elementos escénicos como los muy presentes espejos, encargados de dotar a la narración de una contundencia discursiva que va más allá de la elegancia y a su vez de un manejo de la cámara no solo exquisito, sino también tremendamente personal. Especialmente destacable es su uso del fuera de campo, que lucha con sus ideas hasta el final en secuencias que parecen pedir a gritos ser más explicitas.
Además, el estilo visual ejecuta una simbiosis especialmente notable con un guion (que precisamente viene escrito de su mano junto a la de Peele y Win Rosenfeld) que evoluciona de un modo cuasi perfecto hasta su tercer acto, que en búsqueda de la contundencia debilita el resultado final mediante un extraño clímax.
De hecho, el único pero real que podríamos ponerle a esta nueva entrega es que su estilo tan minuciosamente analítico acaba con gran parte de la emoción. Algo extraño si somos consciente de que lo que cuenta hace uso de lo histórico para apelar a la más pura entraña. La herencia, la violencia focalizada, la gentrificación… todas son ideas arraigadas al concepto de una comunidad acostumbrada a la lucha diaria. La frialdad del análisis conceptual colisiona frontalmente con este dolor, pero a su vez es cierto que un tratamiento más cálido hubiese podido banalizar esta mirada, de nuevo, tan incisiva.
Aún así es excepcionalmente notable como la película es capaz de generar y transmitir un continuo de ideas sin resultar en absoluto panfletaria, de lo que será tildada igualmente, sin duda. La intención de un equipo absolutamente volcado en un proyecto que pincha en muchas heridas -no en vano su campaña de marketing no se ha basado en la mera divulgación del material promocional, sino que se ha querido profundizar en todos los temas que toca- se encuentra visible en cada plano. Candyman apela al trauma existencial heredado de generación en generación por la población afroamericana desde un punto de vista nacido previo al asesinato de George Floyd a manos de la policía de Minneapolis en mayo del pasado año y el movimiento Black Lives Matter. Pues recordemos que la producción de la película finalizó antes de que el mundo se pusiera en pausa. Resulta, como queda escrito más arriba, aterrador que este ahogado grito de socorro se plasmase de forma tan orgánica apelando a una realidad que la mayoría trata de ignorar deliberadamente incluso antes de una revolución tan contundente como es la que vivió (y sigue viviendo) el pueblo americano a finales de la era Trump.
La vuelta de la leyenda removerá más consciencias que estómagos (pese a no estar exenta de gore), al igual que ya hacía la película original. Sin embargo, gracias a la (pequeña) evolución social y del medio cinematográfico sucedida desde entonces, el enfoque consigue ser distintivo pese a apelar ideas que desde sus inicios estaban presentes, siendo capaz de reinventar sus elementos para actualizarlos a la lucha contemporánea. Y, por suerte, para bien o para mal Candyman es una película que tiene claro que huirá despavoridamente del silencio, pues el terror siempre ha sido y siempre será el mejor vehículo para reflejar el entorno sociopolítico de su momento.
A recordar: que las normas del juego siguen siendo válidas pese a que el tablero se haya actualizado.
A olvidar: nada pesa tanto en Candyman como para ser olvidado, pese a que no termine siendo redonda del todo.