Dune (1984)

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Aunque su esforzada y accidentada andadura empezara mucho antes, lo cierto es que en 1984 se estrenaba en los cines la adaptación de la novela de ciencia ficción Dune, de Frank Herbert. Sin embargo, como película improbable que fue, es interesante contextualizar, aunque sea de forma sintetizada y empezar por aquello que nunca llegó a ser para comprender mejor lo que terminó siendo en manos de David Lynch.

Hablemos de Alejandro Jodorowsky. Año 1971 aproximadamente. Un cineasta que venía de la corriente surrealista, difícil de definir, una especie de Shaman atraído por las enormes posibilidades creativas de la novela. Con sus pretensiones quijotescas fue capaz de estimular a creadores de la talla de Salvador Dalí, Orson Welles o Mick Jagger, pero incapaz de hacer lo propio y dar seguridad a unos productores, lógicamente preocupados por la rentabilidad de su producto.

A sus formas anárquicas y poco metódicas, se le añadía la infinita complejidad del proyecto, la densidad de sus ideas no casaba con las aspiraciones comerciales. Lo cierto es que fue mucha la mítica que se construyó a posteriori y a la postre, dio vida a un documental la mar de sugestivo, que en última instancia nos recuerda lo que significa ser artista y defender tus ideas hasta las últimas consecuencias.

No me extenderé mucho más. Bien es sabido que la lucha entre la parte creativa, la autoral y la más pragmática, la comercial, ha sido siempre una constante en el mundo del arte. Sin embargo, pocas veces un proyecto ha tensado tanto la cuerda como Dune.

La patata fue pasando de manos. Intentos y más intentos fallidos. Se cuenta que un joven Ridley Scott, no muy convencido de la viabilidad del proyecto, fue el primero en sugerir que semejante obra debía dividirse en dos partes tras reescribirla en un primer libreto que tampoco convenció, allá por 1979. Nunca prosperó. Aquel mismo año Scott estrenaría “Alien”.

Después de aquello el proyecto quedó levitando en el éter como causa perdida. Hasta que un par de años después apareció Lynch. Tras muchas dudas y negociaciones respaldado, eso sí, por Dino De Laurentiis, el productor italiano ya por entonces experimentado con producciones en su haber de la talla de “La Strada” (1954), “King Kong” (1976) o “Flash Gordon” (1980).

Y así pasó. Desengañémonos: la gestación y traslación del papel a la pantalla fue lo que tenía que ser, una pesadilla para todos. Los presupuestos se desbordaron y las leyendas negras cinéfilas lo hipertrofiaron e intoxicaron todo. Salvando las distancias, algo así como lo ocurrido en la inadaptable adaptación que hizo Francis Ford Coppola y de la que nunca se recuperó del todo “El Corazón de las Tinieblas” de Joseph Conrad, trasladando la dureza de la selva al desierto de Arrakis.

Siguiendo el esfuerzo de sintetizar y obviar sucesivos episodios fatídicos, con la perspectiva de los años uno encuentra en esa odisea que supuso el rodaje, parte insondable de su encanto y su singularidad. Su extrañeza y a su manera la leyenda y mitología de esta película se forjó también en el proceso de una producción épica, errática e iniciática, también para Lynch. Porque, a pesar de todo, Dune no deja de ser eso: un conflicto iniciático a gran escala que impacta en la evolución íntima de su protagonista, Paul Atreides.

Alfred Hitchcock contaba que una película es buena cuando puedes resumir su argumento en una sola oración. Aquí es imposible. Ni lo intentaré. Si acaso me atrevo y sin profundizar, a sugerir temas que se plantean a gran escala ya en el libro y que Lynch aborda y resuelve con más o menos atino.

Para empezar, toda la historia está claramente atravesada por una dimensión política y la eterna lucha de poderes. Herbert imagina un imperio galáctico y multitud de planetas, cual feudos subordinados al emperador Paddishah. Una orden religiosa femenina y su letanía contra el miedo a través del ritual Bene Gesserit; un joven noble, Paul Atreides y su figura inherentemente dramática del Mesías. Llámale mesianismo sociológico o religión directamente. Misticismo tampoco le falta a la obra. Ni la dimensión ecológica, cogida en pinzas en la versión de Lynch. Herbert estudió muy a fondo la ecología y naturaleza de los desiertos y advertía sobre la necesidad de conservar los ecosistemas; y claro está, toda una amalgama de fricciones temáticas que influyen de manera desigual. Arbitrarias, cuando no ausentes, en la película.

Porque eso es también Dune de Lynch, un mastodonte multiforme por no decir un tanto deforme. Un destilado de lo mejor, pero también lo peor que pudo y supo rescatar de la fuente literaria. Aún amputado, después de cortar forzosamente horas y horas de rodaje.

De sobras es conocido que Lynch planteó un montaje original cercano a las ocho horas, que redujo a cinco para su exhibición. Y, aun así, Dino de Laurentiis le invitó a seguir recortando hasta casi desnaturalizarla. La complejidad intrínseca de semejante proyecto no admitía recortes. La voluntad de abarcar tanto permanece en la propia génesis de la obra y eso se palpa. Sin embargo, el vacío narrativo que deja, sobretodo en la segunda mitad, no tanto en lo creativo, evidencia que el conjunto quedó herido.

El resultado es que Dune es, muy probablemente, la película de Lynch con menos aires de Lynch. Y, a pesar de ello, encuentra el suficiente aliento en pequeños recovecos para insistir con sus constantes. La exploración del ser humano y sus meandros mentales, la narración que combina y confronta lo aparentemente lineal con retazos y desvíos oníricos y surreales; su carácter eminentemente filosófico, cuando no, místico. También su extraña utilización de la voz en off. A cierto nivel casi sensorial. Novela y película se funden de manera poco evidente. Como un acto de fe, un pálpito, como el despertar del durmiente en busca de la especia. A cierto nivel, Lynch la encuentra y la saborea.

Las guitarras de Toto; el gran trabajo de diseño de los decorados, hasta cierto punto contra-culturales también en lo que a vestuario se refiere, su feísmo deliberado incluso, la tosquedad de las maquetas artesanales, la frecuencia tonal en la que vibra todo, incluso los actores. Todo tiene algo de impostado, sin duda, pero también de lisérgico que le otorga una extraña unidad al conjunto. Algo que funciona en ese onírico y fascinante umbral en el que cohabitan algunas de las películas de Lynch.

Película de culto para muchos. Lo cierto es que, llegados a este punto, les invito a que saquen ustedes mismos sus propias conclusiones. Con sus más y sus menos, servidor no se atreve a profundizar y juzgar mucho más. No sé si a lomos de un gusano gigante o cómo lo hará, pero espero que Dennis Villeneuve, como alumno aventajado que es en el terreno de la ciencia ficción, haya aprendido la lección. Por el momento nos ha asegurado que su intención es la dosificación en dos entregas. Ya es un qué. Veremos y os contaremos nuestras impresiones. Hasta entonces les invitamos a que disfruten de su revisión.

 

A recordar: El desafío que supone comprometerse con un proyecto de estas características, con pequeños destellos y hallazgos de una gran inspiración y pureza artística. Justo cuando los intereses creativos de Lynch y los de Herbert se funden.

A olvidar: Su atropellada y agujereada narración, sobretodo en la segunda mitad, debido a las tijeras en montaje y a lo inabarcable del proyecto.

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