El Poder del Perro
Jane Campion es el nombre propio que inevitablemente se me repite en la cabeza desde que trato de hilvanar palabras con sentido para abordar El Poder del Perro, adaptación de la novela de Thomas Savage. Y no me apetece por desconocimiento hablaros de la novela, tampoco la he leído aunque sospecho que vale mucho la pena.
Lo cierto es que no se prodiga mucho Campion y es una lástima. Percibo en ella la mirada de una autora de fuste, con cosas que aportar y contar, y escasean por necesarias miradas así. Limpias, despojadas de maniqueísmos. Sensible, permeable, a veces contradictoria, siempre compleja.
El relato nos sitúa en el corazón de Montana, lugar en el que parece que la modernización de principios del siglo XX no termina de instalarse nunca. Dos hermanos vaqueros, copropietarios del rancho más grande del valle conviven casi aislados de casi cualquier cosa. Sus vidas dan un vuelco cuando George (Jesse Plemons), el menor, se casa con Rose (Kristen Dunst), una viuda con un hijo adolescente. George abandona la habitación que siempre ha compartido con su hermano mayor Phil (Benedict Cumberbatch), y se traslada a la habitación principal con su esposa, metáfora de lo que se viene y de lo que pasa a convertirse esta relación fraternal, tóxica.
Un lenguaje sabio impone los tempos pausados que articulan la historia, rica en detalles y matices. Desasosegante, cuando no, incómoda y turbia. Intuyo que probablemente por su ambigüedad sea la película más compleja de desentrañar de este año.
Usa estratégicamente materiales tangibles, precisos y sutiles para llegar al fondo de casi todo; para reconocerse en la geografía íntima del dolor; en la ceguera moral y el conservadurismo sentimental de su tiempo; indaga, también, en la ambigüedad sexual y la masculinidad herida.
Quizá Campion falle en tratar de abarcar tanto y en su lírica narrativa que por sutil, se pasa. Que por exigente, desconcierta y que por ambivalente se diluye en sus arritmias narrativas.
Y sí, puede que por poliédrica la película no funcione a todos los niveles. Sin embargo, es mucho más que la suma de sus partes. La evocación de su tiempo que por disonante trasciende al ocaso de su género y al mito del western, a través de personajes que superan el arquetipo genérico. Tan llenos de nada, necesitan valerse (y lo hace como lo hacían los grandes westerns) de sus paisajes áridos y hostiles para explicarse y definirse, como los oscuros interiores del rancho en el que se alimenta la misantropía de su protagonista, reverberan en el infinito horizonte que ya no es de conquista sino de miedo.
Y hay que hablar de las interpretaciones y de Cumberbach. La suya se enmarca en la alterada fragilidad de sus heridas abiertas, constantemente equilibrando el dolor escondido con la ira evidente. Dunst, capturando la sutileza tonal y dolorosa de todo el metraje; y a su lado, Plemons, parco de palabras y el joven talentoso Kodi Smit-McPhee, es el contraplano honesto que merece la mirada herida de Cumberbach, que no es poco.
Bella y terrible. Encuadres dentro de encuadres, personajes encerrados en su propio dolor; una mandolina, un piano y una viuda ahogándose en el fondo de una botella. Notas sincopadas pero deconstruidas de Jonny Greenwood. La enorme sensibilidad de Campion con la que empezaba a trazar estas líneas lo es todo al hablarnos de las corazas que algunas personas tienen que ponerse para liberarse del poder del perro. Una de las mejores películas del año.
A recordar: El dominio visual y emocional de su autora. Su mirada valiente, compleja y profunda.
A olvidar: Su naturaleza poliédrica de querer abordar tanto y con tanta sutileza que desconcierta.