Godzilla vs. Kong
De ironías se construye la vida. Tras el fracaso de la anterior Godzilla: King of the Monsters, Warner decidió poner en cuarentena su continuación Godzilla vs. Kong. Y es precisamente este año de cuarentenas infinitas el que posiblemente insuflará una vida inesperada a una película que a día de hoy está llamada a ser el bombazo de taquilla de un momento en el que esta suplica por su supervivencia. Esto viene dado de un devenir casi impredecible de unas circunstancias aparentemente nada favorables, pero también de la capacidad de escuchar y reaccionar a tiempo por parte de los artífices tras el llamado Monsterverse.
La critica no tuvo compasión con la anterior entrega de la franquicia. Tampoco el público. Por ello el enfrentamiento del milenio entre los dos monstruos gigantes más representativos de la historia del cine cambia radicalmente de tercio y suple las carencias que los espectadores sintieron en la entrega dedicada al rey de los monstruos.
De dicha renovación se encarga su director Adam Wingard, al que los amantes del terror ya conocen gracias a You’re Next, The Guest o la olvidable secuela Blair Witch. Un director irregular, pero con una sed insaciable por sorprender a los espectadores e incluso a si mismo a base del ensayo y error y la reinvención continua. La libertad creativa suele ser su estandarte y el regodearse en su exceso tiende a ser más un problema que una solución para él. Los fans de la Death Note original todavía tiemblan. Pero en este caso ha sabido encontrar el equilibrio justo entre desparpajo y funcionalidad. Hay momentos de socarronería en Godzilla vs. Kong que circulan peligrosamente cerca del límite entre lo gracioso y lo ridículo. El tono es despreocupado y ayuda a que este espectro sea mucho más maleable. Hay drama, por supuesto, pero está tratado con ligereza y se centra en poco más que en hacernos empatizar con los verdaderos protagonistas: los monstruos.
Resulta hasta curioso ver como estas criaturas animadas desde cero son las encargadas de gestionar nuestras emociones mientras que la trama puramente consecuente es la que recae sobre los intérpretes de carne y hueso, que son mero vehículo de avance automático.
Respecto a dicha trama humana también se aprecia un cambio importante para con anteriores entregas. Y es que está guionizada desde el punto de vista que cada vez más el público se empeña en tomar. La caricatura desborda exceso por los cuatro costados, y en la mera parodia excusa varios momentos de escritura mas que cuestionable. Se echa en falta algo de balance. La solemnidad, sobre todo en la anterior entrega, se hacía bola, es cierto. Pero tampoco hacía falta pegar tamaño volantazo. Es curioso, además, que en el libreto esté involucrado Michael Dougherty, artífice de King of the Monsters.
Este cambio de tono afecta a la película desde su guion hasta todas y cada una de sus decisiones visuales. Wingard dirige con soltura secuencias de una intensidad sobrehumana a base de movimientos de cámara ágiles, pero en absoluto caóticos. Se agradece que la acción no se base en cortes continuos que impidan al ojo humano saber que es lo que está tratando de identificar. En ese sentido la película ha sabido ser absolutamente consecuente con su cometido. Y pese a que en lo estético no está al nivel de las composiciones y uso del color de la Kong: Skull Island de Jordn Vogt-Roberts o incluso de la depuración de la estética del Godzilla (2014) de Gareth Edwards, lo que Wingard consigue es un equilibrio perfecto entre la estridencia necesaria para narrar una batalla como esta y la corrección que es necesaria para disfrutarla cómodamente. Eso sí, para ello se ha debido sacrificar la grandilocuencia de la perspectiva. Por lo general la cámara se sitúa de la línea de los ojos de los titanes hacia arriba. El uso del plano picado reduce la sensación de enormidad. Podemos disfrutar de unas peleas que juegan ya obviando los límites, pero para ello hay que deshacerse del punto de vista humano. La catástrofe pasa al segundo plano.
Resulta curioso también que en una película cuya mera existencia es el enfrentamiento, y por tanto cuyo mayor reclamo es la acción a raudales, no sea precisamente esto lo que termine siendo más memorable. Y es que, efectivamente, hay dos secuencias de batalla que dejarán la sala temblando a cada pase. Pero en el tramo central de la película habita el verdadero corazón de la misma, que es el que la convierte en algo realmente especial. El desarrollo de un concepto previamente introducido en anteriores entregas es el que realmente aporta una nueva dimensión a este universo. Por ello sería especialmente doloroso que Warner decidiese terminar aquí este viaje, pues el camino a desarrollar a partir de este punto es tan suculento como amplio.
Esperemos que este no sea el fin ya que, pese a que uno de los puntos más interesantes de este mosnterverse es la variedad de visiones que nos aporta cada uno de sus directores, el tono que establece WIngard parece ser una base sólida sobre la que seguir cimentando. Sea como fuere, este espectáculo no nos lo quita nadie. Y si este fuese el fin, estaríamos ante un cierre más que digno.
A recordar: el desparpajo conceptual y visual de Wingard. Todo el tramo de descubrimiento de la parte central de la película.
A olvidar: la trama humana, que aún que nos empeñemos en creer lo contrario, importa.