Sitges 2021 -Review de Última Noche en el Soho, de Edgar Wright

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Antes de la proyección de Última Noche en el Soho en el Auditori de Sitges, Edgar Wright aparecía en forma de video para presentarnos la película y, sobre todo, pedirnos que no desvelásemos más de la cuenta para conservar lo más pura posible la experiencia de futuros espectadores. Podéis estar tranquilos, este texto es cien por cien libre de spoilers. Pues si a alguien no osaríamos traicionar, es a uno de los directores que más nos fascinan de la actualidad.

En aquel video Wright también nos hablaba de la obsesión que sintió en cierto momento de su vida por la década de los sesenta. Pocas palabras le bastaron para demostrarnos que esta es una película nacida de la necesidad de transmitir una pasión. Y como todo sentimiento nacido de la entraña, contiene oscuridad suficiente como para engullirse a si mismo. De eso va un poco Última Noche en el Soho, de una pasión tan real y viva que es capaz de consumir a quien la sienta.

Eloise (Thomasin McKenzie) se acaba de mudar a Londres. Por fin podrá hacer realidad su sueño de estudiar moda en la universidad. Sin embargo, la ciudad es un ente peligroso y puede resultar abrumadora. La pasión retro de Eloise por los años sesenta (guiño quiño, Mr. Wright), que tan reflejada se ve en su carácter como diseñadora, se ve colmada cuando establece una extraña conexión no solo con la época, sino también con una magnética aspirante a cantante dispuesta a comerse el mundo llamada Sandie (Anya Taylor-Joy). Pero a veces los fantasmas del pasado están mejor simplemente en el recuerdo.

Wright ya había coqueteado con el terror previamente. De forma explicita en “Shaun of the Dead” (2004) y de un modo mucho mas sorpresivo en “Hot Fuzz” (2007). Pero con su Última Noche en el Soho aborda el cine de fantasmas no solo de un modo más frontal y formal, sino también mediante unos referentes todavía más concretos. El terror italiano, por ejemplo, brilla con luz propia sin que eso signifique que estamos ante el enésimo intento de recuperar el giallo. Por que, por mera definición, la película no se encorseta en ser un revival de géneros que han quedado en el culto. Pero la influencia colorista e incluso fetichista de directores como Mario Bava, Dario Argento e incluso el más barbárico Lucio Fulci es innegable a un nivel aún más vital que estructural. Sin embargo, está claro que hay una mirada muy clara del director en cuanto a la construcción a autores algo más minuciosos en el texto como Alfred Hitchcock (en su etapa inglesa, por supuesto), Satoshi Kon y sus juegos de espejos, Herk Harvey y su “El Carnaval de las Almas” o incluso el Ingmar Bergman de “Persona” (1966), del cual se intuyen evidentes ecos.

Mencionábamos el fetiche al hablar del cine italiano. Pero ni mucho menos contextualizándolo en la vertiente más sexual de aquellos terrores. Pero si que el fetichismo plasmado en la obsesión que impregna la película funciona en ambas direcciones. La de un director adicto a un estilo, en este caso, anclado a un momento concreto y el de una historia basada en la devoción desmedida y pasional capaz de traspasar la pantalla. Tanta pasión incluso termina pasándole algo de factura a su guion a la hora de dar cierre a una historia tan desbordante que cuesta volver a encerrar en la botella de la lógica.

La belleza con la que Wright plasma una década de sórdida y oscura elegancia es casi tan abrumadora como el virtuosismo, más refinado que nunca, que demuestra no solo con el encuadre y montaje sino también con las composiciones imposibles. Las Night in Soho es la sublimación del estilo de un director que no ha hecho más que crecer a nivel formal.

Todos los elementos que conforman la película están en una simbiosis exquisita. Desde el mentado universo visual al gusto por la elección de la banda sonora, que se convierte en parte imprescindible de la descripción que esta hace del Londres de los sesenta. Pero nada de esto tendría sentido sin su estelar dúo protagonista. Thomasin McKenzie construye a partir de la apasionada dulzura una Eloise desbordante de contagioso entusiasmo. Una heroína a la que querer y admirar. Y en contrapunto tenemos a una Anya Taylor-Joy empoderada, seductora y de fascinante mirada. Ambas se complementan creando las dos caras de una misma moneda, mostrando la somatización perfecta de sus personajes.

Y es que esta es una película que, pese a parecer estar encorsetada por la sobreexposición estilística, depende de ser detallista y  capaz de funcionar de un modo suficientemente orgánico como para apelar a la implicación devota del espectador. No se basta de ser admirada. Debe ser respirada y entendida de un modo mucho más emocional que cerebral, pues su condición de experiencia es lo que de verdad la aleja de parecerse a otras películas de géneros adyacentes.

A recordar: una experiencia arrebatadora y extasiante en el mejor de los sentidos.

A Olvidar: que el texto de su tercer acto sea algo más convencional, pese a que su narrativa visual continúe siendo alucinante.

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